mércores, 13 de novembro de 2019

Cuaderno de Chipre, 3. Después del viaje





Cuando volvió de Chipre, el viajero tuvo que redactar varios informes y preparar diversos materiales relacionados con el contenido de su curso. En los ratos libres se interesó por la lírica griega. Leyó la antología seleccionada por el filólogo Carlos García Gual, que compila textos de los siglos VII al IV a. C. 

Hubo, días después, unas breves vacaciones escolares, que fue a pasar en un pueblo de las montañas. Hacía un tiempo desapacible, lluvioso y gris. Lo más aconsejable era quedarse en casa, al calor de la lumbre, y contemplar desde la ventana los efectos de la borrasca otoñal en el bosque. Pero al viajero se le caía la casa encima; no en vano, estaba recién llegado de su periplo y aún no se había acostumbrado a la vida sedentaria. De modo que salía a pasear por los caminos embarrados, recolectaba setas, observaba con los prismáticos a los ciervos, vadeaba arroyos. La niebla iba poco a poco difuminando sus recuerdos de la isla de Afrodita.

Entonces leyó un verso de Calino de Éfeso, que dice:


Ahora se acerca el tropel de los Cimerios feroces
 
No sabía quiénes eran los cimerios, cuya cercanía resultaba tan perturbadora.


En un volumen del Diccionario Enciclopédico Espasa, que había arrumbado en un estante de la casa de la montaña, se informó de que los cimerios eran un pueblo que vivió en la margen oriental de la laguna Meótides, hoy llamada mar de Azof.


Cuando volvió a su ciudad y tuvo conexión a internet, recopiló muchos más datos sobre los invasores de las estepas. El verso de Calino advertía, en efecto, de una invasión inminente. No está claro por qué motivo este escueto enunciado sobrecogió a un lector tan lejano en el tiempo y tan ajeno al peligro de un ataque extranjero. Sin ningún dato histórico que lo avalara, identificaba a Chipre con el pueblo que esperaba aterrorizado las tropelías de los bárbaros.


La Wikipedia, que cita entre sus fuentes a Heródoto, caracteriza a los cimerios como antiguos nómadas ecuestres que habitaban la región norte del Cáucaso y el Mar Negro entre los siglos VIII y VII a. C. Relatos posteriores los ubican en las estepas comprendidas entre los ríos Tyras (Dniéster) y Tanais (Don). En el canto XI de la Odisea, que relata el viaje de Ulises al Hades, se cuenta que en el confín del Océano:


 … está la ciudad y el país de los hombres cimerios,
siempre envueltos en nubes y en bruma, que el sol fulgurante
desde arriba jamás con sus rayos los mira ni cuando
encamina sus pasos al cielo cuajado de estrellas
ni al volver nuevamente a la tierra del cielo: tan solo
una noche mortal sobre aquellos cuitados se cierne.

El rey de Asiria Sargón II murió luchando contra los cimerios en 705 a. C. El rey Midas, a quien la fama atribuye el poder de convertir en oro todo lo que tocaba, lo cual supondría su muerte por inanición, prefirió suicidarse antes que ver Frigia sometida a los cimerios. A mediados del siglo VII a. C., los cimerios atacaron el reino de Lidia, llenando de terror a los habitantes de la ciudad jonia de Éfeso: Calino los exhorta al combate en defensa de la patria.


Un rastreo en la Biblioteca Digital Perseus le permitió al viajero localizar el verso de Calino en versión original griega:



Incluso halló la traducción al inglés:


and now cometh the host of dastardly Cimmerians

con un escolio que hace referencia al sitio de Sardes.


Lo cierto es que los cimerios nunca llegaron a la isla de Chipre. La anacrónica inquietud del viajero por la suerte del país carecía de sentido. Sin embargo, aunque ningún pueblo bárbaro lo hubiera arrasado, era como si Chipre hubiera desaparecido para él. Quizá no volviera nunca; o si volvía, ya nada sería lo mismo. ¿Lo mismo que qué? Ni siquiera tenía la certeza de que el país que evocaba en sus ensoñaciones fuese aquel que había visto con sus propios ojos cuando callejeaba por Limasol o recorría la costa de Pafos. El sentimiento de nostalgia que le embargaba se asemejaba al que, salvando las distancias, habría atormentado a Ulises cuando, instalado en Ítaca, se acordara de la isla de Circe y sus navegaciones. Así,  el viajero, en la monotonía de las tardes lluviosas de noviembre, añoraba el polvo de los caminos, los Troodos en el horizonte, las ruinas y los olivos, las mujeres y los hombres que atestaban las terrazas del puerto viejo de Limasol. Pensando egoístamente, quizá no echara de menos a nadie ni nada más que su propia libertad de trotamundos.


Pero los días fríos de otoño, como las pezuñas de los caballos de los bárbaros, se empeñaban en emborronar los recuerdos del viajero y su inexorable sobrevenir surtía el mismo efecto que el tropel de cimerios feroces que conjura Calino con pavor en su verso.


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